Los beat’em ups tienen reputación de ser juegos para tontos. Lo de ir por la calle pegándose con hordas de enemigos casi idénticos se ha vuelto sinónimo de aburrimiento, por mucho que se apreciara hace dos décadas. Y mi opinión, como la de la mayoría, no difería demasiado. El género me parecía aburrido y estéril, consistente en poco más que en pegar a los enemigos más fuerte de lo que te pegaban a ti.
Pero cuando me puse a jugar a Final Fight y tomé por primera vez las calles de una ficticia Metro City, me di cuenta de que no era así. No importaba lo fuerte que fuesen mis puñetazos. Lo que importaba era quién los recibía.