La jugada más fea que he hecho en un juego

Me gustan los juegos cruentos. República de Roma tiene un lugar privilegiado en mi colección, y me trae recuerdos de triunviratos y traiciones. Me encantan Dune y Cosmic Encounter pero también ser un magnate sin escrúpulos en 1830. Y me gustó jugar a Diplomacia, lo cual debería ser suficiente como para que mis lectores sospechen de mi.

Pero cuando me puse a jugar a Alta Tensión, no esperaba acabar haciendo la jugada más fea de toda mi carrera.

Era mi tercera partida y estaba perdiendo. Parecer ser que eso de alimentar sólo 3 ciudades y comprar centrales eléctricas para usarlas solo una vez no es una buena estrategia. Había gastado mi dinero en pujas inútiles, en asegurarme espacios que nadie quería y en comprar recursos que no necesitaba. Estaba jugando horriblemente mal y me merecía perder.

Dicen que Alta Tensión es como surfear: No puedes subirte a la ola si está ya ha pasado. Así pues, me contentaba con no quedar demasiado mal y cubrir, al menos, unas cuantas ciudades.

El mapa de Brasil que estábamos jugando no me lo ponía fácil. Tiene mucho menos carbón de lo normal y más centrales eléctricas mediocres en las que gastarse el dinero. Desde el último puesto podía ver cómo mis oponentes se acercaban a las 17 ciudades necesarias para ganar.

Volví a mirar mis cartas. Mis centrales eléctricas eran incapaces de llegar tan lejos. Y lo que es lo peor, eran poco eficientes y una consumía tres unidades de carbón. Quedaban sólo cinco en el suministro así que me iba a costar un ojo de la cara. De hecho, no sabía si iba a tener suficiente porque dos de mis rivales también querían comprar carbón.

Y, entonces, me di cuenta de un detalle muy importante. Alta Tensión tiene una mecánica que ayuda a los que van perdiendo: El que menos casitas tiene en la mesa es el primero en comprar recursos. Así que no era yo el que corría el riesgo de quedarse sin carbón, ¡sino mis oponentes! Me volví a fijar en el tablero. Si compraba todo el carbón que quedaba en el suministro, no podrían alimentar sus centrales eléctricas. Cinco y seis…el líder no podía pasar de once ciudades sin carbón, dos menos que yo.

Pero otro jugador también podía ganar. No tenía las centrales necesarias, pero le sobraba el dinero y, tarde o temprano, ganaría. Tenía que comprar una nueva, pero el mercado no le era favorable. La mayor parte de centrales buenas se habían descartado del mazo y sólo quedaban un par que no fueran de carbón.

Decidí quitárselas. Pujé de más para llevarme la única central nuclear existente y alenté a los demás jugadores a pujar por el resto de centrales. Pronto, se dio cuenta de que sólo quedaban centrales de carbón y que no podía hacer nada.

Al haber evitado que ganaran, la partida duró un turno más de lo normal. Y en ese turno compré todo el carbón, extendí mi red a la decimotercera ciudad y comencé a vanagloriarme. Había evitado que un jugador pudiera ganar. Le había regalado la partida al que iba a tercero e hice que el líder de la mesa perdiera. Pero no me importaba porque había conseguido lo que quería: Acabar siendo el tercero.

Es feo ¿verdad? Alargar una partida, hacer perder a otros y ayudar a jugadores que no se lo merecen a quedar mejor no está mal si ganas. Pero es un poco feo hacerlo para no ser el último.

En mi defensa, decir que esta jugada mejoró mi posición de todas las formas posibles. Me hizo quedar tercero en vez de cuarto, redujo mi distancia relativa al líder y aumentó mi margen de victoria con respecto a todos los demás jugadores. Por muy controvertidas que sean este tipo de jugadas, creo que era correcto hacerla.

Mi satisfacción duró poco. Estaba tan metido en la partida que no había fijado que ya era casi medianoche y el último tren salía en quince minutos. Asustado, me giré hacia mis oponentes. «¿Me llevaríais a la estación?, les rogué.

Y el líder, el hombre al que le había hecho perder, me cogió en su coche y me llevó. A veces, no me lo merezco.

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